Solo quedaron mis flores

El gimnasio de San Rafael de Mucuchíes olía a humanidad cansada. Nueve familias compartían aquel espacio improvisado como refugio, y en cada rostro se leía el mismo lenguaje: resignación, agotamiento, y esa mirada que sólo tiene quien ha perdido demasiado. Sin embargo, entre todos ellos, había una mujer cuya tristeza era distinta… más profunda, más antigua, como si cargara no solo con su propia pena, sino con la de generaciones enteras.

Se llama Magali Castillo. Nos buscó con una mezcla de urgencia y esperanza, como si al contarnos su historia pudiera aliviar, aunque fuera un poco, el peso que la doblaba por dentro.

—Perdí mi casita… —dijo con una voz tan quebrada que no era necesario preguntarle más.

Nos señaló, con un dedo tembloroso, hacia las orillas del río Chama, y entonces nos invitó a acompañarla. “Quiero que vean…”, insistió.
Caminamos en silencio, dejando atrás el gimnasio, mientras el olor húmedo de la tierra se mezclaba con el estruendo de las aguas turbias. Ella nos guiaba con paso lento, pero cada paso era también un recuerdo que nos entregaba, una historia que desgarraba.
Nos contó que aquella casa, hoy inexistente, no era solo una casa. Era un hogar centenario, construido por sus abuelos con sus propias manos. Allí habían crecido sus padres, allí reía y lloraba su niñez, allí sus hijos dieron sus primeros pasos. Nos hablaba de cómo, cada noche, el murmullo del riachuelo era su arrullo; ese mismo riachuelo que ahora, con sus aguas oscuras y violentas, había devorado en minutos lo que resistió décadas de vida.

—Desde lo alto de la peña tuve que observar con agonía cómo se la llevaba el río… —susurró.

Al despedirme, su historia me siguió como una sombra. Se la conté al equipo, y hubo silencio. Un silencio que solo se rompe cuando el corazón se estrecha.
Al día siguiente regresamos. Pero esta vez, no fuimos con las manos vacías. Llevamos cuadernos, lápices, creyones… objetos sencillos que, en otras circunstancias, pasarían desapercibidos, pero que para él representaban el puente de regreso a un mundo donde todo aún era color.

Y entonces lo vimos: donde antes hubo paredes, ahora solo había piedras húmedas, restos dispersos de madera y silencio. Era un espacio vacío, pero lleno de recuerdos invisibles. Ella nos mostraba con las manos los lugares que ya no estaban: “Aquí estaba mi cocina… allí mis matas de ají… aquí jugaban mis nietos…”

De repente, se detuvo y señaló algo con un brillo extraño en los ojos.

—Solo quedaron mis flores —dijo.

Y ahí estaban. Un pequeño ramo de flores amarillas, firmes, hermosas, como desafiando toda lógica, erguidas en medio del barro y la devastación. Ese amarillo intenso era un eco de lo que alguna vez fue un hogar lleno de vida, risas y amor.

Regresamos al refugio con un nudo en la garganta. En el camino, entre lágrimas que ya no intentaba ocultar, nos dijo casi con vergüenza:

—Si algún día pueden… me gustaría una licuadora… tengo una condición médica y requiero una dieta especial, basada en jugos naturales.

Era una petición pequeña, ajena a la ayuda que intentábamos brindar y desproporcionada frente a la magnitud de su pérdida. Pero en ese momento comprendimos algo profundo: a veces, lo que sana no es recuperar lo que se perdió, sino un gesto capaz de recordarte que no estás solo.

Días después volvimos, esta vez con la licuadora en nuestras manos. Nadie dijo nada cuando se la entregamos. No hizo falta. Su mirada se llenó de un brillo tan limpio y agradecido que nos obligó a bajar los ojos. Era como si, en medio de su dolor, ese pequeño acto encendiera una chispa de esperanza.

Porque así es como se reconstruye un corazón roto: un gesto a la vez, una mano extendida a la vez, una licuadora, un abrazo, un ramo de flores que se niega a morir.

💛 Si deseas ayudar a Magali
Puedes hacerlo a través de ADRA Venezuela, que sigue trabajando en apoyo a las familias afectadas por las lluvias.
Visita: https://adravenezuela.com/como-donar/

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